Natchaieving Méndez

Es frecuente escuchar la frase “la palabra tiene poder” y cuando se explora un poco entre las curiosidades del lenguaje se confirma cuan cierta es esta expresión. Sin ahondar en explicaciones gramaticales, la verdad de Perogrullo es que un simple morfema puede cambiar el sentido de una palabra, que a su vez ha sido instaurada en el colectivo con una historia que define su significado.

Bien lo dice Alex Grijelmo en su libro La seducción de las palabras (2000) “las palabras poseen dos valores: el primero, va ligado a su propia vida; y el segundo se inserta en aquel, pero alcanza a toda una colectividad”.

El lenguaje es un encadenamiento de la razón y nada de lo que se dice es casual porque hablar es una condición necesaria del pensar, afirma Grijelmo. Es así como imaginar el idioma es visualizar un cableado de electricidad del que apenas tenemos conciencia. Un vocablo puede activar el complejo entramado de la memoria colectiva. 

De allí que muchos autores no son temerarios en afirmar que cada palabra contiene un poder oculto por cuanto su uso puede ser el detonante de las acciones y pensamientos del individuo. Uno de los mejores ejemplos es el típico “te amo”, que encierra en si una potencia muy distinta a su sinónimo “te quiero”. 

Tal vez la razón viene en su origen, pues según Grijelmo no es casualidad que esta frase que proviene del verbo amar ya era utilizado por los romanos de forma exacta, mientras que “querer” procede del español “querere”, es tratar de obtener, buscar. Es decir, el primero tiene una historia más antigua relacionada con sentimientos más sublimes, mientras el segundo, de origen más reciente, se vincula el simple deseo.

Lengua como arma de dominación

Las palabras poseen entonces la magia oculta, bien conocida por los publicistas y creadores de discursos políticos, de moldear y condicionar conductas. No es casualidad que recientemente, un presidente de un país americano muy sur, haya empleado un emotivo discurso de una película para una de sus alocuciones. Justamente las palabras evocan sonidos, sentimientos y pensamientos, un aspecto que los directores cinematográficos deben manejar con mucha destreza para cautivar a una audiencia.

Ahora bien, ¿este poder de las palabras es un descubrimiento reciente? Lamentablemente la respuesta es negativa y cuando me refiero a lo “lamentable” es que la historia hispanoamericana esta sellada y alterada por una distorsión y enajenación de su pueblo desde el habla misma. ¿Cuántas veces no se escuchó decir que el suramericano era “vivaracho” por su ascendencia indígena y “flojo” por la negra?

El lenguaje, específicamente, la lengua ha sido una herramienta poderosa no solo para la comunicación, también ha modificado identidades, culturas y, en muchos casos, ha servido para la imposición de estructuras de poder y control social. Solo basta con revisar la historia para comprobar cómo el uso, la limitación o la supresión de las palabras se ha empleado como una forma de opresión para la imposición, transformación y, en ocasiones, destrucción de culturas locales.

¿El lenguaje neutro? No, va más allá

El lingüista y filósofo estadounidense Noam Chomsky aseveró que el lenguaje no solo es un mecanismo para expresar sentimientos y pensamientos, a través de él se muestran e implantan ideologías y realidades sociales. Entonces, cada palabra difícilmente puede autodenominarse como “neutra” pues su génesis y posterior posicionamiento tuvo una intención. ¿En el origen de la construcción de las normativas gramaticales cuál era la visión predominante sobre el rol de la mujer en la sociedad? ¿Influirá esto en que la mayor parte de las palabras “neutras” tengan terminaciones masculinas?

Un buen mensaje construido desde la intencionalidad del uso de las palabras, tiene el fin de conseguir la irrefutabilidad del mismo por parte del receptor. En otras palabras, la intención es que llegue al inconsciente colectivo con los argumentos suficientes que impidan la reflexión de quien lo recibe. No lo digo yo, lo afirma Grijelmo (2000). 

El contexto de la invasión europea que comenzó con la llegada de Cristóbal Colón al Abya Yala es el mejor ejemplo de lo anterior. Estas tierras estaban habitadas por innumerables civilizaciones con historias, culturas, sabidurías y lenguas milenarias. En un artículo, el historiador Alexander Torres Iriarte (2017) destaca que uno de los mayores contribuyentes al “lavado de cerebro” de las poblaciones originarias nuestramericanas fue la Iglesia Católica.

Tal como refiere el autor, salvando las excepciones que llegaron a estas tierras con la intención de llevar los valores de la buena fe, el proceso evangelizador fue inoculando una suerte de complejo de inferioridad en las poblaciones indígenas, que moldeó una nueva “identidad” en la que lo aborigen era sinónimo de barbarie, atraso, ignorancia, salvajismo. De allí la justificación de que estas “comunidades inferiores” debían estar subyugadas y permanecer bajo la tutela de las sociedades “avanzadas” del “Primer Mundo”, tal como hasta en la actualidad se hace referencia a Europa.

De lo anterior hay mucha tela que cortar y sería insensato resumir en un artículo digital, todas las causas y consecuencias de emplear el español, el francés, el portugués y ni hablar del inglés (que aun sigue en proceso de colonización) como una estrategia para la sumisión, discriminación de estratos sociales, transformación e irrupción de un proceso de identidad americana que en la actualidad sigue en conflicto de definición. Un proceso en el se sometió la cosmovisión indígena a una forma de entender el mundo desde la ideología colonial, comenzando por el uso de las palabras.

Durante siglos, las sociedades culturalmente híbridas que se consolidaban en América, fueron formadas desde una visión en la que Europa “era el ombligo del mundo”, todo lo demás fue barbarie. Penosamente aun persisten huellas de este pensamiento, especialmente en la educación. De acuerdo con el estudio de Torres Iriarte, por muchos años y más cuando se impone la hegemonía de los medios de comunicación, se inoculó en la sociedad la idea de lo “étnicamente inferior”, justificando la expoliación, el ecocidio y el genocidio desde una visión humanizadora que traía progreso y evolución. Esto corresponde los argumentos del mensaje argentino difundido el pasado 12 de octubre, con los que reivindicaban el mal llamado “Día de la Hispanidad”. 

Este proceso se fue inoculado en el inconsciente colectivo y es el responsable de que en la actualidad en la propia América, incluso en Venezuela, existan colegios que evoquen esta fecha con actos en los que Cristóbal Colón fue un gran héroe, los indígenas y españoles se dan la mano, se dibujan las “tres carabelas españolas” y se hacen atuendos indígenas al estilo hollywoodense, sin ahondar e investigar el significado y la indumentaria real de los pueblos originarios. No es culpa de los maestros, pues ellos también forman parte de una alineación lingüística inconsciente implantada durante siglos en cada palabra que conforma el idioma predominante.

Neocolonización del inconsciente

Lo más preocupante no fue lo que ocurrió, que ya no se puede cambiar salvo con el reconocimiento del proceso de transculturación y aculturación ocurrido en América, denominación del continente que, por cierto, proviene del nombre de un italiano, es decir, propiedad de alguien extranjero. En la actualidad existe un proceso de transformación del idioma que tiene que ver con quienes manejan y producen las nuevas “soluciones” a las “necesidades” de las sociedades vigentes.

Basta solo con revisar el habla de las nuevas generaciones para encontrar palabras de origen anglosajón, así como el lenguaje comunicacional tecnológico para percatarse de esta aseveración. Esto corresponde a la tendencia, especialmente en las poblaciones de identidad colonizada, de percibir como superior aquello que es diferente a su lengua materna. En palabras de Grijelmo (2000) “aquellas palabras que no se entienden por ser extranjeras ejercen una función seductora entre quienes ven siempre lo ajeno como algo superior”.

¡Alerta! Se encienden las alarmas al observar la incongruencia de los nombres que se les coloca a ciertas actividades impulsadas por gobiernos con características progresistas y descolonizadoras. Muchos de estos eventos son nombrados con vocablos anglosajones o provenientes de lenguas extranjeras de potencias dominantes, con la excusa de captar la atención de los jóvenes. ¿Será entonces que nuestro idioma no posee palabras seductoras que puedan disuadir a estas nuevas generaciones de hispanohablantes? ¿Es que no existen vocablos ancestrales que también puedan posicionarse y además reconocer el origen de estas tierras nuestroamericanas?

Lo anterior y el creciente peligro de la extinción de lenguas indígenas, invitan a la reflexión de asumir el lenguaje desde la prioridad y una visión liberadora. No se trata de que ahora todos los habitantes de América solo hablen lenguas originarias, se plantea el hecho de reconocerlas, resguardarlas y retomar el uso de sus palabras para las nuevas generaciones.

Al desaparecer una lengua, también fenece con ella saberes, formas de pensamientos, historias, respuestas a muchas preguntas. Someterse a una lengua extranjera es asumir una visión desde el origen de estos vocablos que tienen una historia muy distinta a las tierras del nuevo hablante. Quien menosprecia su lengua, sus raíces y desvalora la historia de su tierra, estará condenado a errar bajo la tutela de los intereses individualistas y esclavizadores de quienes poseen el dominio del lenguaje posicionado.

Es imperante que desde la construcción de un nuevo mundo se asuma el uso del lenguaje y su gramática desde la visión incluyente en razas, géneros y reconocimiento de la otredad. Cuidar el uso del idioma es prevenir la erosión cultural, la desigualdad social y los conflictos identitarios que ocasionan las tensiones entre quienes usan su lengua materna y los que se creen dueños de la verdad por manejar una lengua impuesta, por la fuerza o la disuasión.

Empleemos pues la conservación de la lengua en legítima defensa de la libertad de pensamiento. La diversidad lingüística debe ser valorada y protegida, no solo como un patrimonio cultural, sino también como un derecho humano fundamental.