«Los rusos son malos», «los comunistas no quieren a nadie», «los rusos y los comunistas comen niños», parecen frases rebuscadas, pero formaron parte de una intensa propaganda que, de tanto repetirla, se convirtió en una verdad construida sobre las bases de la mentira.

La llamada rusofobia, aversión hacia todo lo relacionado con Rusia, no es un término contemporáneo. Algunos estudios ubican los primeros indicios de este rechazo impuesto en el siglo XVI, cuando las tropas polacas entraron en territorio ruso.

Desde entonces y hasta nuestros días pareciera que la idea de posicionar a Rusia como un país «salvaje», «bárbaro» y «terrible» es una constante en el resto de los países europeos. Incluso, se excluye el hecho geográfico de que el territorio ruso es uno de los más grandes del mundo, con buena parte en el llamado Viejo Mundo.

La Iglesia Católica y su larga historia de promotora del miedo a través de la palabra, fue una de las primeras difusoras del temor a lo ruso. No obstante, fue justamente después de la Segunda Guerra Mundial, paradójicamente finalizada por la hazaña de la extinta Unión Soviética de la que Rusia formó parte, cuando la campaña ideológica se intensificó, teniendo su punto cúspide con la Caída del Muro de Berlín.

El periodista y escritor belga, Michel Collon, en el prólogo que escribió para el libro Rusofobia de Robert Charvin, confesó que, pese a su larga trayectoria en el análisis de la propaganda de guerra y las mentiras mediáticas, también durante mucho tiempo creyó en la «amenaza» que Rusia representaba para el mundo.

Si bien esta referencia del analista se remonta a los años 50, en pleno inicio de la Guerra Fría, en la actualidad persiste esta satanización de la «influencia rusa». Un ejemplo se evidenció a principios de 2025, cuando la eurodiputada alemana Nela Riehl, del partido alemán Volt, advirtió sobre la supuesta difusión de ideología prorrusa a través de la canción «Sigma boy», pieza musical que se hizo viral en las redes y es interpretada por dos niñas de 11 y 12 años. Una canción que por lo simple de su letra se viralizó a través de la red TikTok. Pero hay más.

Recientemente, pese a las conversaciones entre Ucrania y Rusia sobre un posible alto el fuego, el régimen de Volodímir Zelenski difundió una campaña dirigida a los niños ucranianos en la que les incita a denunciar a familiares que escuchen canciones rusas. ¿No es acaso un acto de adoctrinamiento y promoción al odio?

¿Satanizar para justificar acciones bélicas?

Tal como se menciona anteriormente, la difusión del miedo a Rusia proviene desde mucho antes de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, pese al papel fundamental de las fuerzas rusas, la gran cantidad de decesos que sufrieron y lo determinante que fueron para la finalización en 1945, a partir de esta fecha la rusofobia comenzó a expandirse de manera vertiginosa, teniendo como punto de auge la disolución de la Unión Soviética (URSS).

Collon refiere que, una vez culminada la Segunda Guerra, el mundo sabía perfectamente el rol determinante que tuvieron los rusos para desarmar y debilitar al ejército nazi. Tomando como ejemplo a los franceses, el periodista refiere que en 1945, ante la pregunta «¿Quién fue el que más contribuyó a la derrota alemana?» 57% de los consultados del país europeo respondía la Unión Soviética; 20% contestaba Estados Unidos y 12% Gran Bretañaa.

50 años después, recalcó el analista, justo en el contexto del aniversario del desembarco en Normandia, 49% señaló a la nación estadounidense como el mayor contribuyente, 25% a la URSS y 16 Gran Bretaña. «En 2004, esa tendencia se acentuó: el 58% citaba a Estados Unidos y solo un 20% a la URSS»; todo esto sin contar los resultados más adversos obtenidos en un estudio del encuestador británico ICM realizado sobre este mismo tema en 2015. ¿Por qué el cambio?

Luego de 1945, la población mundial no solo vivió una tensión constante por los enfrentamientos no armamentistas entre EE. UU. y la URSS, además, el cansancio de seis años bélicos llevó a las personas a refugiarse en la cultura, las artes y la industria del entretenimiento, aspecto último que la nación norteamericana tenía bien trabajado con su aparato de campaña propagandística psicológica.

Es así como no es casualidad que en series como Jame Bond o películas como Red Dawn, Rocky IV, sin contar algunos comic y series animadas, exaltaron el poder de héroes estadounidenses y caracterizaron a los villanos y espías con rasgos, colores o acentos extranjeros, especilmente soviéticos o posteriormente, rusos.

Durante la Guerra Fría la ideología y el pensamiento antirruso se posicionó con bombos y platillos, pero no de manera explícita; es decir, las audiencias consumían mensajes que inculcaba miedo en sus mentes, así como rechazo y desconfianza hacia todo lo proveniente o parecido a Rusia a través de la diversión, la «fantasía» y el entretenimiento. ¿Cuál era el objetivo?

El periodista belga, Collon, explica que luego de la Segunda Guerra Mundial los dirigentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en su momento reconocieron que EE. UU. sabía que Rusia no poseía los medios ni las intenciones de atacar los países europeos, severamente afectados por los efectos del nazismo. De allí que emplearon su maquinaria comunicacional atractiva no solamente para vender su visión del mundo sino para justificar las acciones que les permitiría posicionarse como la potencia más influyente del mundo.

Así, a través de la difusión del miedo y el posicionamiento de la idea de la «amenaza soviética», los gobiernos estadounidenses lograron invadir un importante número de países como Corea y luego Vietnam; lograr mayor influencia en organismos multilaterales como la Organización de las Naciones Unidas y derrocar gobiernos, incluso asesinar dirigentes, de numerosos países independientes progresistas bajo el pretexto de estar vinculados con las ideas prorrusas y comunistas.

Si existe algo indudable en la historia es que los estadounidenses lograron posicionar su lavadora de cerebros mundial para reforzar la idea de que «solo con el sueño americano» se podía llegar a la felicidad. Mientras esto se desarrollaba, la URSS y luego Rusia difundía, desde la seriedad que revestía, mensajes en los que buscaban la unidad comunal, la eliminación de clases sociales, la lucha contra el imperialismo, todo desde un enfoque clásico y nacional. En tanto, la ideología estadounidense se vendía como la gran salvadora, promotora de la alegría, la modernidad; el “gran aliado” de las estrategias más prácticas y garante de la «libertad», oferta muy atractiva que sedujo el pensamiento de la población mundial.

Con todo lo anterior no es casualidad que el actual presidente de EE. UU, tal como “el padre” que viene a imponer orden, pretenda manejar el mundo a través de una guerra comercial arancelaria o sanciones. Bajo el lobby que se gestó durante el tiempo de la Guerra Fría, refuerza la visión que solo con la intervención de EE. UU. se puede lograr la paz.

El robo de la historia

En pocos meses se cumplen 80 años de la finalización de la Segunda Guerra Mundial y pareciera que la historia no es la misma que se relató en aquellos años. Se obvia que si no hubiese sido por la intervención soviética que debilitó al ejército nazi, el derrocamiento de Adolf Hitler no hubiese sido posible.

Bajo la excusa de mantenerse «neutral» en el conflicto, Estados Unidos no actuó sino hasta el último momento, en junio de 1944, cuando Europa prácticamente estaba liberada. Es lo que resume Michel Collon en la frase «volar en auxilio de la victoria».

Con la propaganda oculta en la industria cultural estadounidense, se ha demonizado a la extinta Unión Soviética y, en consecuencia, a Rusia, vinculándola como aliada de Hitler, instaurando el pensamiento de Estados Unidos como una potencia libertadora. Ahora la explicación por la que Trump ha reforzado la idea de que solo su intercepción garantizaría la paz en la Franja de Gaza o en Ucrania, eso sí, exigiendo en ambas partes su dote territorial para dar la ayuda.

Se invisibiliza entonces que en aquella guerra antifascista, recalca Collon, la URSS perdió a 23 millones de ciudadanos, China a 20 millones y las pérdidas británicas representaron un 1,8% del total; las francesas 1,4% y las de Estados Unidos un 1,3%.

Es así como se posiciona una mentira con la ayuda de intelectuales, artistas y periodistas occidentales que fabrican evidencias simplistas o falsas a las que se adhieren sin reflexionar. Los fake news de la actualidad.

Al respecto, Robert Charvin resalta que estas distorsiones de la historia, pertenecen a un trabajo sostenido de los poderes públicos occidentales que recalcaron las mismas falsedades para orientar la memoria colectiva hacia los intereses políticos y económicos del momento.

De este tema hay mucho que decir, no obstante, si algo queda en lo anteriormente expuesto es que esta guerra psicológica rusofóbica se mantiene en la actualidad. Si no lo cree solamente tómese el tiempo de revisar los principales portales o periódicos en las que desde la misma imagen, se describe a Vladimir Putin como manipulador, maquiavélico, agresivo, expansionista, deshonesto.

Pero esta tendencia de desprestigiar no solamente ocurre con Rusia, los chinos, los latinos, los árabes, los africanos en el discurso son subvalorados, por lo que, desde esa visión perennemente colonizadora, Estados Unidos y Europa siempre tendrán la razón y la última palabra sobre la realidad. Es la percepción de un mundo «unipolar».

La rusofobia, una construcción histórica basada en la propaganda y el miedo, ha sido utilizada por siglos para posicionar a Rusia como el gran enemigo global. Desde las narrativas medievales, pasando por la Guerra Fría hasta la actualidad, la demonización de lo ruso ha servido para justificar acciones bélicas, influencias políticas y una visión unipolar del mundo liderada por Occidente.

La distorsión de la historia a través de la manipulación mediática instaura estereotipos que alimentan conflictos y la desconfianza internacional, lo cual impiden las condiciones de igualdad para crear consensos que eviten o finalicen cualquier proceso bélico.

De allí que análisis como los de Michel Collon u obras como la de Robert Charvin son necesarias para reflexionar sobre esta realidad y así entender cómo se construyen las narrativas de poder y cómo estas moldean nuestra percepción de la realidad.

T/Natchaieving Méndez
F/Ilustrativas